Era una oscura y fría noche de invierno en Glendale, una ciudad dividida en dos preciosas islas. Los jóvenes paseaban ebrios por las calles, los adultos salían a correr o volvían a casa en sus autos y los vagabundos dormían abrigados únicamente con una arrugada frazada dada por alguien a quien le sobraba.
Uno de estos pobres diablos de cabellos largos y desprolijos; con barbas que llevan sin afeitarse tal vez varios años, y que como posición más mimada tienen algún instrumento musical, una foto bien guardada en sus desgastadísimos bolsillos o, en el más noble de los casos, un fiel amigo perruno, probablemente más viejo que el hombre en cuestión multiplicando sus años por siete, y con una inexplicablemente visible aunque irreal sonrisa en sus rostros inundados de mugre y saliva; acababa de beberse una cantidad peligrosa de alcohol y vagaba mareado por el puente cantando de forma incomprensible una canción de los años setenta.
Aún llevaba una botella de cerveza en su mano izquierda, un pedazo de vidrio roto clavado en su sangrante mano derecha, un ojo morado y un diente menos que ayer. Se dejó caer contra el barandal que separaba la acera de una caída que parecía bastante dolorosa al agua llena de basura y desechos de las fábricas que se instalaban despreocupadamente a la orilla del río y siguió cantando por al menos diez minutos mientras la gente que pasaba le dejaba monedas de entre cinco y venticinco centavos en el destrozado sombrero que yacía en el suelo.
–AI WIL SORBAIV! AS LON AS AI NOU JAU TU LOB AI NOU AIL STI ALAI! -cantaba en su limitado entendimiento al inglés.
De repente su estruendoso canto acabó de forma brusca. Se puso de pie y miró hacia el río. Había oído una voz. Miró hacia abajo alterado. Vio a alguien. Se paralizó. Subió al barandal. Un joven dejó su maletín e intentó deternerlo. El vagabundo se lanzo.
En ambas entradas al puente estaba grabado el siguiente mensaje:
-Por lo que podemos asegurar que el viejo cayó desde casi doscientos metros de altura.
-Debió dolerle…
-Su cádaver estaba destrozado, todos los huesos rotos y los órganos internos pulverizados.
-¿Se sabe la razón del suicidio?
-El único testigo dijo que intentó convencerlo de que no lo haga, pero no le hizo caso. Sólo miraba hacia abajo con una mirada de preocupación, según él.
-¿Qué hacía el testigo en la escena?
-Volvía del trabajo.
-¿Tan tarde?
-Se había quedado haciendo horas extra para que le den una buena calificación en una materia de su carrera.
-¿Qué estudia?
-Psicología, irónico porque el suceso lo traumatizó.
-Nunca es bonito ser testigo de una muerte.
-También mencionó que el hombre dijo en voz alta antes de tirarse «No temas, yo te salvaré».
-¿O sea que vio a alguien ahogándose?
-Es probable. Podría ser que algún travieso haya tirado una muñeca inflable al río para que piensen que era una persona de verdad.
-Pero en la investigación no se encontró nada por el estilo. Ni tampoco un cuerpo.
-Eso es lo raro, ¿qué habrá visto para desesperarse tanto como para tirarse a buscarlo?
-¿Un fantasma, quizás?
-Jajaja, no sea imbécil.
-Es una teoría.
-Ahora que lo pienso, el muchacho que lo vio se volteó varias veces en el interrogatorio y susurraba que lo dejen en paz, que ya habían tenido suficiente con el hombre que mataron. Pensé que era alguna secuela psicológica, pero teniendo lo del fantasma en cuenta, encaja…
-Ahora es usted el que dice estupideces.
-Supongo que uno contrae la locura después de ver tantas muertes, no me haga caso.
El inspector encendió un cigarrillo y la charla se convirtió a una discusión sobre el partido de ayer.
Tres días después.
-…y en las últimas noticias, nos han informado que el inspector policial Gregory Hamilton se suicidó anoche arrojándose del puente Glendale. Los testigos indican que se había descontrolado y gritaba «que lo dejen en paz» antes de tirarse. Ahora, en exclusiva con TM: Todo Malicias, la viuda del inspector hablando sobre su muerte y criticando la falta de seguridad…
Cuento Negro 